Titulares

No hay lugar más bello para pasar la eternidad

Una reina duerme bajo la arena ardiente, envuelta en majestad y belleza. No es Nefertiti, a la que aún andamos buscando, quizá como okupa en la tumba de Tutankamón, según se especula, sino la otra gran mujer del Antiguo Egipto que compite directamente con ella en elegancia, chic y misterio: Nefertari, la esposa principal y parece que muy querida del gran faraón Ramsés II.

En realidad de Nefertari Meritmut –“bella compañera, amada de la diosa Mut”, que es lo que significa su nombre completo, con el mismo sufijo de belleza, Nefer, que Nefertiti o que la redundante cortesana de Sinuhé el egipcio inventada por Mika Waltari, Nefernefernefer, solo nos ha llegado parte de sus rodillas momificadas. No son precisamente le genue de Claire.

Cuando Ernesto Schiaparelli descubrió la tumba en el Valle de las Reinas (Luxor) en 1904 el recinto (QV 66) había sido saqueado y los ladrones lo habían vaciado de sus tesoros. Solo encontró algunos objetos y apenas unos trozos del sarcófago de granito rosa y de la momia.

Pero para la fama inmortal de Nefertari no importa que no tengamos su cuerpo entero: la soberana está representada por todas partes en su tumba con infinita gracia y hermosura. Si bien se piensa y aunque para nuestro conocimiento del pasado sea una gran frustración, que el tiempo y el destino nos hayan escamoteado los cuerpos de Nefertari y Nefertiti es un último homenaje a su legendaria belleza.

Las momias no harían honor al físico divino de esas mujeres –nadie queda muy guapo momificado- y seguramente ellas, en su majestuosa coquetería, preferirían que las recordáramos como aparece la primera pintada en su sepulcro y la segunda en el famoso busto del escultor Tutmose que se exhibe en Berlín. Al igual que la escultura de Nefertiti, las pinturas de Nefertari constituyen la mejor representación femenina que nos han dejado los artistas del Antiguo Egipto y un símbolo universal del enigma y la belleza de la mujer.

Yo he de reconocer –Ramsés me perdone- que siento una debilidad por Nefertari. No solo porque todo el fervor religioso de Nefertiti y su esposo, el hereje Akenatón, me tiran para atrás (Terenci Moix siempre me decía que a él también le cargaban un poco esos amarnianos “ciegos de sol”), sino porque con Nefertari he convivido más. No fantaseo.

La tumba de Nefertari, una de las cumbres del arte egipcio, la Capilla Sixtina de la pintura faraónica, es un recinto pequeñito (520 metros cuadrados) y extremadamente frágil, que solo puede visitarse excepcionalmente (Egipto ha anunciado que la reabre al público en noviembre, pese a las advertencias de los expertos internacionales) y un breve lapso de tiempo. Sin embargo, yo he tenido la suerte de estar hasta cuatro veces dentro y la primera, mientras la restauraba primorosamente el equipo de la fundación Getty encabezado por Luis Monreal y Eduard Porta, durante un día entero, vagando a mi antojo.

Esa primera vez con la reina, hace casi treinta años, ya me enamoré perdidamente de ella. Es mayor que yo, claro, pero también lo era Mrs. Robinson. Mis ojos recorrían cada pulgada de su rostro y de su cuerpo, esa mirada lánguida enmarcada de kohl, esos labios invitadores, esa naricilla, esa piel tersa y divina, esas manos delicadas de largos dedos que hasta cuando adoran parece que acaricien; me encantan incluso sus pies grandes, como los de Uma Thurman, y que en algún caso el artista despistado ha pintado iguales (¡dos pies izquierdos!)… Nefertari está representada por todas partes en su sepulcro.

Siempre con su característica corona en forma de buitre dorado con las alas extendidas sobre las sienes, el cabello muy negro (como les gustaba a los egipcios, unos meridionales que no preferían a las rubias), el ancho collar dorado, el vestido de finísimo lino blanco semitransparente. En todas las pinturas está bellísima, incluso con Anubis –que no es compañía muy animosa-. Pero mi imagen favorita –en la antecámara C- es la de la reina sentada jugando al senet, esa especie de ajedrez, calzada con sandalias (¡como las que encontró Schiaparelli al excavar la tumba!). En esa pintura, el vestido de Nefertari se abre como una bata y deja al descubierto el cuerpo entero de la soberana. Me encanta porque aquí coincidimos el pintor y yo con sendas mentes incandescentes a través de 3.271 años. No sé qué habrá pensado Ramsés al ver retratada así a su mujer en su tumba pero quizá el osado artista –que también se esmeró en los pezones de Hathor y de Isis- acabó tallando obeliscos en Nubia para que se le pasara la calentura. Es verdad que en el templo de Luxor y en el que le consagró su marido en Abu Simbel –un honor excepcional-, Nefertari aparece con el rotundo pecho al aire, pero es otro contexto.

Pese a la sensualidad que la recorre, la tumba de Nefertari es eso, una tumba. Y no hay nada de mundano y profano en ella. Ninguna información sobre la mujer de carne y hueso que fue Nefertari, sus orígenes, su vida o sus sentimientos: quizá los celos ante la otra Gran Esposa Istnofret (cuya tumba desconocemos), o las princesas extranjeras que se metió en la cama el promiscuo Ramsés II, Toro Poderoso, con un centenar de hijos –los egipcios desconocían el preservativo; la contraconcepción, con miel o tampones de estiércol de cocodrilo, era cosa de ellas-, al que Norman Mailer imaginó tan salido que se cepillaba hasta al jefe de sus carros de guerra-… De hecho, lo ignoramos casi todo de Nefertari.”No creo que podamos verla de otra manera que como una típica reina egipcia, no sabemos nada más”, me dice la famosa egiptóloga Joyce Tyldesley.

La tumba –de la que no puedo dejar de explicar que la visitaron una vez juntos ¡Howard Carter y Ridder Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón!- fue concebida como una verdadera máquina espiritual para proyectar a Nefertari a otra etapa de su existencia. La reina, aunque nos perezca a veces ligona y pizpireta, está siempre representada ejecutando los complejos procedimientos sagrados que le permitirán renacer. Es un recorrido peligroso y Nefertari debe realizarlo con sumo cuidado. Recitando las fórmulas adecuadas –los textos de las paredes son capítulos del Libro de los muertos-, utilizando los amuletos, propiciando a los dioses, apaciguando a los extravagantes guardianes de las puertas del inframundo. La tumba fue construida a imagen del viaje al Más Allá de la reina hasta devenir “justificada en Osiris”, salvada diríamos nosotros. Es un trayecto escalofriante y yo no soy un hombre valeroso. Pero sigo aferrado fielmente a la imagen de la reina y algo de mí continúa con ella allá abajo, prendido de su belleza para toda la eternidad.

Enigmas que esperan respuesta

Para tumbas, las tumbas egipcias. Y mira que he pasado momentos duros en algunas. En una de pozo recién descubierta me tuve que aferrar a la escalera de mano por la que descendía hacia sus tenebrosas entrañas –no había vuelta atrás- presa de un súbito ataque de pánico. En otra, cerrada desde hacía un siglo, tropecé en la oscuridad y caí sobre un montón de momias viejas. En la de Tutankamón, en cambio, me siento como en casa, aunque todo lo de las cámaras secretas –aún sin esclarecer, a ver que nos reserva el nuevo curso- provoca un nuevo estremecimiento: ¿qué acecha tras esas paredes que creíamos tan sólidas?

Dos de mis tumbas favoritas egipcias, descontando la de del joven faraón y la de Nefertari, son la de Tutmosis III y otra que está muy lejos del Nilo, en Londres, en el cementerio de Putney, y que en realidad no es egipcia: la de Howard Carter, el hombre que encontró a Tutankamón, aunque quizá no todo lo que escondía…