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Las artes escénicas ante el futuro

Ahora que no hay escenario, ni butaca, ni espectador que pueda permitir el vínculo esencial, la comunión de cuerpos, el encuentro en tiempo presente que es la esencia de las artes escénicas, en estos días de completa incertidumbre ante la pérdida de nuestra tribuna de expresión, la gente de la escena quisiéramos que, tras la oscuridad, volviera a prenderse la luz y, como en los cuentos que empiezan con “había una vez”, reapareciera ese espectador que, desde su incómoda butaca, nos acompañaba en el miradero. Tampoco es que haya manera de volver atrás: aquella persona que miraba la escena en los días previos al covid-19 era un espectador cuyo mundo ha cambiado radicalmente tras 120 días de encierro obligado. Ella o él vivía a una velocidad que lo hacía intransigente con su sentido del tiempo, carecía de paciencia.

A menudo apagaba el celular casi obligado por la tercera llamada o tenía que responder mensajes a media función y hasta contestar su teléfono con urgencia. Llegaba a los foros impregnado de tráfico, después de extenuantes jornadas de trabajo; alcanzaba a entrar de milagro a la sala, siempre corriendo después de haber cruzado el caos de la Ciudad infinita, siempre ganándose la vida con numerosas ocupaciones.

​Ese espectador nos demandaba fragmentación —maneras de retratar su mundo múltiple, absolutamente fugaz como reflejo de su vínculo con la realidad a través de la esfera digital—; nos hacía narrar con el uso constante de elipsis y tiempos traslapados. La palabra cedía a la imagen. El teatro se acercó al video, se hizo acto sin palabras y hasta experimentó con obras a manera de tuits de 120 caracteres y también armó discusiones feisbuqueras en escena.

Vimos también cortes radicales a los pesados y somnolientos textos clásicos al punto de celebrar las obras completas de Shakespeare en la brevedad de una sentada y, aun así, el astuto aburrimiento se deslizaba a pesar de simultaneidades, caos construido, o de estridencias propias de un teatro para el sistema nervioso, como lo llamó Bert O. States en Grandes descubrimientos en cuartos pequeños. Y a pesar de tanta maroma, de tanta batalla del director de escena, cronómetro en mano, por aplanar sus herramientas sagradas de tempo, ritmo y tiempo en favor de la velocidad, el teatro no alcanzaba a ser lo suficientemente rápido como otros medios y eso hizo que se vaticinara su extinción.

Muchos espectadores parecían mejor dotados para el videoclip, los capítulos vertiginosos de una serie o el salto fugaz de un asunto a otro, tecla de por medio, para ver imágenes inconexas a punta de parpadeo o para leer en diagonal textos de 250 caracteres con ganas de pasar a otra cosa. En pocas palabras, la vida previa al covid-19 nos tenía en un estado de futurización permanente: llegar a ser y estar y tener todo aquello que no tenemos, ni somos en el lugar donde estamos, traicionando, así, nuestro presente, ese tiempo en el que verdaderamente existimos. Aun así, con todo en contra, el espectador llegó al miradero, se sentó en una butaca y no permitió la extinción de ese arte en el que reconocía una necesidad esencial, una pausa en el ojo del huracán de su vida, un lugar con una raíz ancestral y misteriosa.

La pandemia es el apagón en medio de la fiesta y abre una larga pausa en el gran teatro del mundo. La gente de la escena, también bajo la inercia de ese hacer sin freno de aquel tiempo de la velocidad, hemos probado todo para recordarle al espectador que existimos: plagamos internet con teatro videado, los jóvenes toman clases de actuación en línea vociferándole a una pantalla, se hace teatro “presencial” vía Zoom, se discute apasionadamente el futuro de la escena en las redes y se busca con desesperación salvar lo más posible del naufragio ante autoridades de cultura inoperantes, ante un gobierno cuyo mayor logro en cultura es la práctica destrucción del Fonca y, en lo teatral, la demolición del Jiménez Rueda bajo la promesa de siempre, una vez que se decide el principio de los derrumbes: construiremos en el futuro otro teatro; aun con 75 por ciento menos para gastos operativos, habrá una mejor institución que la que había; construiremos un mega complejo cultural faraónico para ustedes en Los Pinos, pero sin tomar en cuenta su opinión y al servicio de los 10 millones de nuevos espectadores pobres y de los artistas que sobrevivan a los embates darwinianos de un futuro salvaje.

Hemos invocado a Artaud con demasiada ligereza para entender nuestros días y tratar de metaforizarlos. Dice el visionario de Rodez: “El teatro, como la peste, es una crisis que desemboca en la muerte o en la curación.

Y la peste es un mal superior porque es una crisis completa delante de la cual sólo queda aniquilación o pureza”.

Pero hoy por hoy no queremos más muertos. Justamente en tiempos de grandes conflagraciones o cuando la vida se ve amenazada, el teatro ha servido para refrendar el valor de la vida y la moralidad humanas. La provocación y el contagio son actos de rebeldía y libertad indispensables ante la molicie moral y económica en tiempos de paz, pero en tiempos de muerte la escena refrenda, en su más intrínseca fugacidad, el peso de la memoria y la experiencia humanas, la conciencia en medio del desastre. Así ha sido el teatro que se ha hecho en los momentos de nuestras grandes crisis históricas: dique y consuelo ante la sinrazón.